Brasil es un abrazo verde

{ domingo, 30 de enero de 2005 }
He vuelto de unas largas vacaciones. Me retiré de mí misma por un tiempo, reflexioné profundamente y viajé. Viajé mentalmente durante casi 3 meses, recorriendo viejos lugares de mi vida que había dejado sin visitar. Viajé materialmente durante 30 horas, crucé mi país, y casi dos países más. Llegué a Brasil sintiéndome lejos de mi hogar... y muy cerca de las cavilaciones que me habitaban. Siempre recordaré Brasil como un abrazo verde. Es un país ondulante, sinuoso, seductor. Y yo - que me canso de decir que soy difícil de enamorar - cedí instantáneamente a sus encantos verde amarelos.
Desde el bus contemplé la profusa vegetación que cubre los morros, la arena blanca, el agua azul coronada por la blancura de la espuma y me enamoré perdidamente. Amé su cadencia, su gente - siempre amable, siempre solícita, siempre sonriente -, su sencillez y su calor.Brasil es un país suave y tibio por donde se lo mire. Invita al relax y al descubrimiento, tanto geográfico como espritual.
Sentada en la playa, mojada por el agua de mar y bajo el sol cuasi tropical, encendí un cigarrillo y observé la plenitud de un océano turquesa enmarcada por el verde de la floresta... inhalé paz y respiré magia. Sentí el abrazo del lugar, fui feliz en silencio. Estuve en el Paraíso -o, por lo menos, me lo pareció - y doy gracias a mi determinación por haberme llevado allí.
Me encontré conmigo, inmersa en una placidez que desconocía o no recordaba haber experimentado. Descansé como hacía mucho tiempo no me lo permitía, me perdoné... aunque no estoy muy segura por qué faltas cometidas. Digamos que reconcilié, al menos por 9 días, mi costado mental con mi costado impulsivo, encontrando un equilibrio y una lucidez poco habituales en los oscuros recovecos de mi ser.
Redescubrí estados, humores, formas de interacción social que creía desaparecidos y los experimenté con deleite. Brasil será siempre mi primer amor verdadero, mi primera entrega total y absoluta.
Para mi asombro, no necesité teléfonos, computadoras, microondas ni tumultos. No añoré las luces de neón ni el ensordecedor sonido del tránsito de Buenos Aires, aún más: cuando debía dirigirme a Canasvieiras (la Buenos Aires de Florianópolis, infestada de argentinos y urbanizada hasta decir basta), lamentaba tener que dejar la quietud del Sur, donde parece no existir la modernidad, donde todo está detenido a la par de los barcos pesqueros que dormitan sobre la arena.
Es cierto, este viaje dejó en mi una fuerte impresión. Es la pieza que culmina mi rito de transición. Contra las palabras de Sabina ("En Comala comprendí que al lugar dónde has sido feliz no debieras tratar de volver"), intentaré volver. Cada vez que pueda, cada vez que el bolsillo, la vida y la salud me lo permitan. Cada vez que necesite inhalar paz y respirar magia, cada vez que me haga falta sentir sobre mi piel el abrazo verde del lugar donde descubrí que el Nirvana está sólo a 1500 km y una caipirinha de distancia.