Mejor vivir sin miedo

{ jueves, 15 de marzo de 2007 }
Los miedos de verdad son muy parecidos a los secretos que uno se lleva a la tumba: tan inexpugnables como difíciles de sostener.
Contamos con desparpajo y a viva voz cuánto asco nos dan las cucarachas, cómo fue el día que nos asaltaron en la calle o, aún más, confesamos que a veces nos desvela la idea de quedarnos solos para siempre, pero los miedos que no pregonamos son los más importantes. Probablemente no nos sea del todo posible poner en palabras y con toda la exactitud necesaria para que el interlocutor comprenda cabalmente ese terror frío que nos acuna los huesos y cuyo mínimo atisbo de concreción destruye cada centímetro de nuestras vidas. O tal vez encontremos las palabras, pero no queramos enterar a quienes nos rodean de aquello que consideramos tan espeluznante que - a su lado - la muerte se nos presenta como un bálsamo pacificador. En ocasiones preferimos callar ante la ausencia de una certeza absoluta de que seremos comprendidos, aceptados y consolados porque dejar salir el miedo es extremadamente difícil, especialmente cuando no sabemos si tenemos el espíritu suficiente como para no enloquecer de pánico al escuchar suspendidas en el aire las palabras que denotan que sólo somos fragilidad y carencia.
Lo más relevante de las conversaciones no es lo que se dice ni lo que se insinúa, sino lo que se calla forzadamente.
Yo tengo un miedo tan grande como ridículo, tan personal como generalizado. Un miedo que me consume continuamente, como una llama perenne que quema sin incinerar mi alma, cuerpo y mente. Lo llevo conmigo a todas partes, lo cubro con frazadas en el invierno y lo refresco en el mar en verano. Vivimos juntos una vida que es mía, pero de la que él se adueña poco a poco. Creció conmigo, se alimentó de mi todos estos años y hoy me reclama independencia de la misma forma que un hijo adolescente se la exige a sus padres. Me pide que lo deje ser, que le entregue el control de sus actos, sin escuchar razones cuando le digo que hacer eso es casi lo mismo que dejar de vivir.
Cansada ya de intentar que comprenda, creo que estoy decidida a desalojarlo. Sé que no va a ser fácil, considerando que los años de ocupación del inmueble le dan pleno derecho a pretender su usucapión, pero la escritura de esta vida está a mi nombre y no tengo intenciones de cedersela a nadie.
Yo - que miedos incapacitantes tengo sólo uno - me creo capaz de soportar los días que me quedan por vivir sin el cómodo espacio de protección que me construye este miedo usurpador. Pienso que es un buen momento para dejar de esconderme detrás de él, porque el costo de mantenerlo es excesivamente superior al que debería pagar si hiciera las cosas sin miedo.
No sé si seré capaz de conseguirlo, pero al menos voy a intentar sacarlo a patadas de adentro mío. Por lo pronto estuvimos dialogando bastante respecto de la situación y él sigue sosteniendo que yo haga lo que quiera, pero que no voy a arreglar nada peleándome con él.
Creo que lo desarmé cuando le dije con claridad que si yo me decido a querer sin reservas, si me permito amar aunque no me amen y si se me ocurre que quiero sufrir, lo voy a hacer aunque a él no le guste. El único factor en este mundo que puede impedirme que lleve a cabo lo que me propongo soy yo misma. Nadie tiene derecho a ponerme palos en la rueda y ya no voy a permitirlo más.
Esto pasó hoy a la mañana y desde entonces está encerrado en algún lado y no ha vuelto a molestarme, aunque sospecho que esta sensación de libertad no me va a durar demasiado. Creo que voy a cambiar las cerraduras, por lo menos para hacerle un poco más arduo el regreso.
Por ahora estoy experimentando una muestra de la libertad más absoluta y déjenme decirles que no hay nada mejor que vivir sin miedo.

Tener el corazón roto

{ viernes, 2 de marzo de 2007 }
Mi papá tiene un cuerpo grande, 20 centímetros y 30 kilos más grande que cualquier hombre promedio. Pero tiene un corazón aún más grande, tan grande que a veces no cabe en su cuerpo de gigante.
Es un corazón gruñón, que repite muchas veces las mismas cosas y que a veces hace como que está enojadísimo. Es de esos corazones que no se quieren asumir llenos de dulzura, por lo que hacen de cuenta que son de hierro, aunque sean más suaves y sutiles que una nube.
Hace un tiempo - nadie sabe realmente cuando - ese corazón comenzó a romperse. Quizás fue cuando fallecieron sus padres, o mi tía Caquel. Tal vez se rajó de nuevo cuando se fue mi abuelo Héctor o cuando el tío Cachi se quedó dormido para siempre. La enfermedad de mamá también le hizo mucho daño... pero el corazón se lo bancó con mucho coraje.
Tanto sufrir y aguantarse, tanto de ese "no querer que nadie se de cuenta" terminó por agotar ese corazón que sostiene al hombre que - no casualmente - contiene en él a mi padre. Así, en esta madrugada eterna, el hombre y su corazón esperan ser reparados por manos que nada saben del dolor que soportaron antes de llegar al taller.
Mientras muchos descansen aún entre las sábanas tibias robándole unos minutos más al reloj que anuncia el momento de salir para el trabajo, sendos gigantes quedaran expuestos bajo unas luces insoportablemente blancas y sometidos a la pericia de unas costureras impersonales y estériles. La gente caminará por las veredas húmedas añorando almohadas mullidas y sacará pase en el subte sin siquiera imaginar que en algún lugar cercano yace un corazón herido sobre el que trabajan muchas manos. Yo seguiré fumando a través de la espera infinita, hacia una hora incierta que ninguna alarma está programada para anunciar, deseando que cuando zurzan ese corazón roto logren reparar también el mío, aunque mal no sea un poco.
Fumaré mucho, lloraré quizás bastante, esperaré a que suene el teléfono con las últimas novedades y seguiré pidiendo a los dioses de todas las religiones que existen que todo salga a pedir de boca. El mundo, el país y la ciudad seguirán su marcha de rutina. No habrá festejos televisados ni reuniones en el Obelisco con banderas ondulantes, el Presidente no transmitirá por Cadena Nacional las buenas nuevas y la fecha pasará desapercibida para siempre.
Sin embargo, cuando mañana por la tarde abra los ojos el remendado corazón de mi papá, los cientos de rostros anónimos que tenemos el honor de conocerlo celebraremos con más alegría que el Campeonato del Mundo. Y nuestros corazones entonarán cánticos de cancha, armarán reuniones en las calles y fiestas interminables. Podremos respirar aliviados y agradecer que haya costureras menesterosas que sepan zurcir corazones y borrar heridas viejas y que tengamos la fuerza de resistir al estilo de Almafuerte:

No te des por vencido ni aun vencido;
No te sientas esclavo ni aun esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y acomete feroz, ya mal herido.

Ten el tesón del clavo enmohecido,
que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo
no la cobarde intrepidez del pavo
que amaina su plumaje al primer ruido.


Procede como Dios, que nunca llora;
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza,
necesita del agua y no la implora...

!Que muerda y vocifere, vengadora,
ya rodando en el polvo, tu cabeza!