Sonatina

{ viernes, 5 de enero de 2007 }
Estar solo y sentirse solo no son una misma cosa. Solo se está con uno mismo, en compañía de los demonios que nos habitan cuando todo lo que queda alrededor no es más que aire y miedo, pero también de la mano de la paz interior, que únicamente podemos escuchar al liberarnos de cualquier presencia que no sea la de nuestro propio ser.
Sentirse solo... es otro cuento. Sentirse solo es ser un vacío en la multitud, ser tristeza en medio de la más plena alegría, abandonarse a la ausencia de un espíritu que nos complemente, sentir que no se puede avanzar un solo paso más a menos que alguien nos tome la mano para siempre.
La soledad material se puede remediar con mucha facilidad. Se levanta un teléfono, se envía un e-mail o un mensaje de texto y - si hemos sembrado la semilla adecuada y la hemos cuidado con esmero - nunca falta el que se viene de raje a poner la pava o quien nos saca de los pelos a la vida. Sin embargo, la sensación de soledad que nos nace de los huesos no se amedrenta por la simple presencia de una mano amiga, porque para condenarla al destierro requiere de una compañía distinta.
Estar solo es expulsar palabras a la pantalla de la PC las 2.15 de la madrugada de un miércoles, sentirse solo es extrañar en cada una de esas palabras lo que no se ha tenido nunca. Yo, que 'soy sola' (chiste personal), disfruto de mis madrugadas, del silencio roto por mis dedos al presionar el teclado, del viento entrando por la ventana, de la cascada de letras que corre por mi cabeza. No es eso lo que me hace sentir sola, sino lo que me hace sentir libre.
Me siento sola cuando me encuentro atrapada en una nube negra sin siquiera darme cuenta. Cuando empiezo a pensar que este es el último año que podré usar la facultad como excusa para no aceptar que seguiré siendo yo misma si me pongo una meta distinta o cuando camino por la calle rodeada de parejas de verano.
Yo soy una persona sólida - a diferencia de los efímeros romances de verano - y necesito emociones sólidas. La amistad es incondicional, la familia es sagrada y el amor es un compromiso trascendente en mi universo. Quizás por eso se me hace tan difícil encontrar algo que me convenza de verdad, no estoy del todo dispuesta a correr riesgos o a poner confianza ciega en las personas a menos que se la ganen. Como diría Pappo, desconfío de la vida. Elijo no creer en las frases remanidas, los gestos cursis y los golpes de efecto que - lejos de anunciar la llegada del Príncipe Azul - advierten sobre el advenimiento del mismo tipo de hombre una y otra vez. Yo soy de las que necesitan enamorarse todos los días del mismo, en un gesto amable, en una frase sencilla, en la franqueza de una sonrisa, porque me gusta lo especial, lo extraño... y hoy por hoy es más raro encontrarse con una verdad dicha a la cara que con una mentira de esas que salen en la "Guía para levantarse mujeres en estado de ebriedad" de la revista Hombre. Yo veo el amor como en la campaña publicitaria de un conocido shampoo: Mirame... y mirame de vuelta.
El amor es eso: elegir todos los días a la persona que nos acompaña, vencer esa comodidad que nos generan los viejos hábitos en pos de un descubrimiento cotidiano del objeto de nuestro afecto. Es encontrar en cada día compartido una nueva razón para amar descansando en silencio, mientras espera ser descubierta. Cualquiera se enamora - hasta de un lobo marino amaestrado - cenando a la luz de las velas en la cubierta de un yate que navega por el Caribe, mientras un cuarteto de cuerdas en vivo toca "The way you look tonight", esas cosas son para los conformistas.
A mi me enamoran las anécdotas vergonzosas, los que se tropiezan en pisos perfectamente llanos, los que tienen risas estridentes e impresentables, los que se dejan las llaves adentro del auto y ponen cara de desesperación... los que a pesar de que se esfuerzan por parecerse al Príncipe Azul dejan traslucir que son simplemente seres humanos llenos de imperfecciones, porque son esas mismas imperfecciones las que los hacen únicos e increíblemente adorables.
Quienes están en pareja desde hace mucho entienden a qué me refiero. Seguro hay un lunar mal ubicado que detestan, un poco de pancita que las hace pasar la noche en vela, una marca de nacimiento que se empeñan en esconder del mundo o una nariz que siempre quisieron retocar que su pareja ama con locura y cuya sola mención como defecto sacude los cimientos de la relación. Esos rasgos distintivos llevan - a su vez - la marca de quien nos ama o nos ha amado alguna vez, y nos transportan irremisiblemente al lado de quien se declaró su legítimo propietario por primera vez, aunque nos haya pasado la vida por encima y nuestros caminos se hayan separado hace siglos.
No sé todavía si creo en el amor para toda la vida, pero sí estoy convencida de que hay amores eternos. Creo que las separaciones tienen poco que ver con que se agote el amor y mucho con descubrir que el amor no lo es todo, porque por más traumáticas y espantosas que sean las rupturas siempre dedicamos algún pensamiento cargado de ternura al que se enamoró de uno, no a pesar de los defectos, sino por causa de ellos.
El problema de todo esto radica en que, a pesar de su belleza intelectual, suena a utopía. Sospecho - ahora que lo releo con paciencia - que esa es la razón por la que de cuando en cuando siento que la soledad me mordisquea el espíritu. Ciertamente es más doloroso andar desencontrada con el hombre que comparte conmigo este concepto de amor que padecer la indiferencia de un Fulano, especialmente porque no se trata de buscar un "alguien", sino un "algo". La vaguedad en la definición de la búsqueda demora mucho más el hallazgo (si no, intenten encontrar en Google la página de Horangel a partir de "astrólogo viejo con quincho").
Sin embargo, me consuelo - y consuelo a mi soledad, que está acá de lo más aburrida con mi soliloquio - pensando que vale la pena sentirme sola un poco si quién sabe cuándo, al dar vuelta una esquina cualquiera, me lleve puesta un caballero que acaba de tropezar en un piso llano y que en lugar de poner cara de circunstancia y alejarse silbando con las manos en los bolsillos, me regale su carcajada más sincera. Es cosa segura que me enamoraré perdidamente de alguna cicatriz que deteste con toda su alma, el adorará mi nariz desproporcionadamente pequeña y nos iremos juntos en el yate de su amigo, el lobo marino amaestrado.
Y si eso les parece imposible, sepan que yo conozco a una maravillosa mujer que se enamoró de su príncipe indio trabajando en un crucero y que acaba de casarse con él por tercera vez, cada una de las cuales fue en un país distinto y por religiones distintas. Así que si una de nosotras pudo convertirse en Sherezada, nada impide que el resto pueda despertarse un día en su propio cuento de hadas. Lo importante es saber hacia dónde queremos ir, esperar compañero correcto de viaje y pensar que el precio a pagar es solamente bancarse la soledad por un tiempo. Después de todo, es una buena oferta por una utopía, casi como comprar un unicorno por 50 centavos.