Había una vez...

{ lunes, 2 de febrero de 2009 }
Mientras mantenía mi tradición de insomnio y exceso de tabaco me vino a la mente el recuerdo de un relato que me contaba mi papá cuando era muy chiquita. Empiezo a sospechar que esta epifanía literaria me viene a la cabeza impuesta por una fuerza mística cuya identidad y origen desconozco, ya que nunca escuché esta historia en otra voz que no sea la de mi padre y a pesar de mis mejores esfuerzos no he podido dar con el autor o con referencia alguna a ella (Desde ya, si alguien me puede ilustrar, se lo agradeceré infinitamente). Hacía muchísimos años que no pensaba en el cuento... tantos años me separan de la historia como de mi infancia y sin embargo creo que acabo de comprender su significado por primerísima vez.
Aunque calculo que antes de convertirse en una historia para hacerme dormir debe haber sido un poderoso verso para levantar mujeres (Porque mi papá también fue jovencito y soltero!!), no le resta mérito a la moraleja de la historia, que voy a intentar reescribir seguidamente: Es preferible hablar ahora antes que tener que callar para siempre.

Había una vez, en un reino muy muy lejano... un Príncipe heredero del trono en edad de contraer matrimonio. Las princesas más hermosas del mundo caían rendidas a sus pies pero ninguna conmovía su corazón, las damas más nobles y elegantes concurrían a los bailes del Palacio ante la más absoluta indiferencia del futuro monarca, pasaban los meses y la desesperanza comenzaba a apoderarse del Príncipe. Su padre, preocupado por el estado de las cosas, le sugirió una idea: que saliera a recorrer el Reino - si fuera necesario, el mundo - hasta encontrar la mujer adecuada. Viendo renovadas sus fuerzas, el joven emprendió la travesía, comenzando con las regiones más cercanas al Palacio. Visitó mercados y plazas, conversó con casamenteras que le recetaron elíxires, se codeó con mercaderes que le prometían exóticas princesas de Oriente, bebió con marineros que tenían un amor en cada puerto. Las mujeres del Reino que se iban enterando de su visita se presentaban en multitudes, ataviadas con sus mejores trajes y luciendo sus más espléndidas sonrisas... pero el Príncipe se sentía cada vez más solo y el tiempo pasaba cada vez más rápido.
A pesar de los rumores que circulaban en Palacio de que había perdido la razón, el joven estaba decidido a seguir buscando y así se fue alejando cada vez más, adentrándose en las zonas más remotas de su Reino, zonas que ni su propio padre ni su abuelo habían visitado nunca.
Un día llegó a una pequeña región cercana a la frontera donde reinaba el más absoluto silencio. Al cruzar las puertas de la Ciudad lo esperaba una comitiva que había sido preparada en su honor. Resonaron las trompetas y el edecán dio un paso al frente cargando una cesta con frutas, parsimoniosamente extrajo una de ellas, la mordió y anunció a la multitud:
- "Su Alteza Real, Príncipe Heredero, esta Comarca le da la bienvenida!"
Grande fue la sorpresa del Príncipe al observar que - en lugar de estallar instantáneamente en vítores como sucedía siempre - todas las personas que componían aquella multitud mordían diversas frutas y luego le prodigaban gritos de salutación. Su consternación no pasó inadvertida al edecán, que se acercó y - mordiendo nuevamente la fruta - le explicó:
- Su Alteza, en esta Comarca todos somos mudos de nacimiento. Para poder hablar, es necesario comer primero la fruta adecuada. Esta que llevo aquí, por ejemplo, es la fruta de la Elocuencia. En honor a su llegada se han repartido frutas de la Alegría a todos los habitantes, ya que no se consiguen habitualmente. Todas las demás frutas se encuentran a disposición de quien las necesite, en los árboles que encontrará en toda la Comarca. Puede usted conversar con quien desee con toda normalidad aunque le será más ameno si lo hace cerca de las plantaciones.
Intrigado y desconcertado a la vez, el Príncipe desensilló su caballo y se dispuso a conversar con esa gente tan peculiar que lo rodeaba. Su estadía duró más de lo planeado ya que encontraba sumamente interesantes las conversaciones con los habitantes: los hombres le contaban historias fantásticas, las doncellas sólo se le acercaban si habían comido la fruta del Amor o la fruta de la Poesía y se encontraba muy a gusto en aquel extraño paraje, aunque seguía sin encontrar a una candidata adecuada para ser su esposa.
Una tarde de sol, mientras conversaba con un grupo de muchachas, vio pasar a una joven que nunca había visto. Era preciosa y caminaba cabizbaja por el parque, con un aire melancólico que cautivó el corazón del Príncipe. Inmediatamente se le acercó y trató de entablar una conversación con ella pero la doncella se ruborizó y corrió a esconderse. La misma escena se repetía todos los días y aunque parecía que la joven estaba cada vez más cerca de decirle algo, siempre terminaba por echarse a correr. El corazón del Príncipe sólo latía cuando ella estaba cerca y había logrado enterarse de algunas cosas de la misteriosa mujer a fuerza de preguntarle a los ancianos y de obligarlos a responder comiendo la fruta de la Verdad, pero nadie parecía saber demasiado de ella.
El Heredero comenzó a sufrir cada vez más por ese amor no correspondido hasta caer en una gran depresión. Se refugió en sus habitaciones y ya no salía a conversar con las personas del pueblo, intentando comprender la razón de su mala fortuna en el amor. Mientras tanto, la joven observaba su ventana desde las sombras y lloraba por él.
Cansado de padecer sus desventuras lejos de casa, el Príncipe anunció su regreso a Palacio, convencido de que ya no había más que hacer. Los edecanes prepararon la ceremonia de despedida y durante días nadie vio a la doncella tímida de la que tanto hablaban en el pueblo.
El Príncipe montado en su caballo se despidió de la multitud y emprendió lentamente la cabalgata de regreso. La multitud se abrió para dejar paso a una muchacha rubia, incendiada por el rubor, que comenzó a avanzar detrás del joven que se marchaba, caminando primero y corriendo desesperadamente a medida que él aceleraba la marcha. Al pasar, la joven extendió el brazo y tomó una fruta de un árbol cualquiera, corriendo hasta extinguir la distancia que los separaba. Consumida por la angustia, mordió la fruta y quiso decirle: - "Te amo", pero había tomado el fruto más amargo, el fruto del Adiós... y eso fue todo lo que pudo decirle.

Creo que bien vale la pena recorrer el relato en toda su extensión, a mí personalmente me encanta. Hubiera querido dejar aquí su versión original pero me resigno con este mero bosquejo aunque mal no sea para que las almas desventuradas que recorren estas líneas encuentren una señal cibernética de que siempre es mejor haber arriesgado y perdido que nunca haber jugado.
Como dice Sabina "Los cuentos que yo cuento acaban mal". Acá no fueron felices ni comieron perdices, pero quién sabe lo que podría pasar si algún lector desprevenido decidiera reescribir la historia en la vida real guardándose en algún bolsillo la fruta adecuada. Yo, por lo pronto, si algún día tengo un retoño, ya sé qué cuento le voy a contar a la hora de dormir, aunque le lleve 25 años entender su significado.